Bajaba del autobús, era de noche pero ni siquiera sonaban las 9:00 p.m. en el reloj del antiguo Palacio Municipal de la Cuna del Movimiento Obrero Nacional.
Venía distraído con el celular, atendía mensajes importantes que captaron toda mi atención. Yo no me percate del “traqueteo”, del fuerte “traqueteo” que perforó el silencio rutinario de esas horas; que perforó, a una cuadra de donde yo caminaba, la vida de un hombre, de un taxista según me enteré más tarde por las redes sociales.
Seis o siete disparos fustigaron hasta la muerte la vida del hombre, aun arriba del vehículo en el que laboraba; a escasos cien metros de la comandancia de policía.
Cuando por la advertencia que un buen amigo me hiciera sobre el hecho, desperté de mi obnubilación, sentí cierto escozor recorrer mi cuerpo. Guardando la calma o tratando de, alcancé a decir a ese mismo amigo: "vámonos con cuidado a nuestras casas", la despedida fue simple, llana... Y avancé...
Después, sólo hasta después caí en la cuenta: nadie se inmutó, no hubo pánico, ni gente corriendo en sentido contrario a los disparos. No hubo rostros de preocupación, ni miradas de consternación; no hubo llantos de miedo o crisis nerviosa... No, no hubo algo que de verdad rompiera la rutina; si acaso algunos, algunas, retóricamente dijeron: "¿fueron disparos, verdad?"; y apresuraron el paso.
Sí, fueron disparos. Sí, disparos en pleno centro de la ciudad que arrebataron violenta y cruelmente la vida de un ser humano, a unos cuantos pasos de quienes estábamos haciendo nuestra rutina; a unos pasos de una rutina que no se desvió como debiera ante un hecho tan grave.
Caí en la cuenta, y en el horror: ¡Estamos en extremo acostumbrados a la violencia! Caí en la cuenta, y me llené de pavor.